Pena de muerte
Soy un profundo defensor de la vida y siempre he sentido un profundo desprecio hacia la pena de muerte y aquellos que la amparan, la sentencian y la ejecutan. No obstante, siempre hay una excepción para todo, al menos casi siempre y para casi todo. En este caso se trata de una profunda excepción. Me refiero —no andaré por las ramas ante este indeseable— a esta noticia:
A ver si consigo filtrar los tacos de esta entrada, palabrita que me va a costar. Tampoco mencionaré el nombre del impresentable, no fuera a ser inocente: que hay gente a la que le gusta chupar cámara más que a un tonto un lápiz.
Según la Guardia Civil, un joven de treinta y siete años, estúpido a todas luces, consideró que merecía ser asalariado de la Administración Pública de Las Islas Canarias por más tiempo del que el Cabildo estimara oportuno en su día. Debió pensar en patalear, suicidarse o pinchar las ruedas de un coche oficial; pero él no, él debió de pensar que lo suyo era vengarse a lo grande. «Y ya, de paso, me saco unas perrillas». Total: como en este país el monte acostumbra a ser orégano, sahumemos las Islas y evitemos que huelan a ajo, que así no habrá más fugas de cerebros.
A este tipejo El Mundo le asigna la profesión de guardia forestal, mientras que en El País lo encuadran en el peonaje forestal. De las dos me quedo con la segunda, para no mezclar churras con merinas y para aprovechar su similitud fónica con «espionaje» (no me negarán que está currado). En el ajedrez el peón es esa pieza que no duele sacrificar para salvar cualquier otra. Más aún, aunque en algunos casos el pirómano de turno vista de uniforme, por aquello de las merinas y las churras, me parece injusto siquiera desplegar el velo de la sospecha sobre los equipos de extinción de incendios (voluntarios y no, remunerados o no), aunque fuese únicamente por el esfuerzo y el coraje que transpiran entre las llamas.
No llego a barruntar la ilógica razón de la cruel distancia que existe en dificultad y castigo entre este delito y el magnicidio. So pena de cierre de bitácora: líbreme Dios de defender el asesinato (sic).
A todo esto: ¿alguien sabe cuánto valen diez minutos de coartada y un acceso anónimo al calabozo de este hombre? Pocos dudarían en rascarse el bolsillo.
Epitafio:
Cuando lo metían en una lechera,
por fin detenido, «ahora —decía—
sabrá España entera mis dos apellidos».
(Joaquín Sabina :: Juez y Parte :: Ciudadano cero)
Casualidades de la vida: mientras escribía parte de esta entrada, y aunque pueda parecer mentira, escuchaba la canción Ska de la Tierra, de Bebe, con el orden aleatorio activado.