No es justo
Estas son otras dos noticias que me han llegado durante estos días de asueto. No voy a comentarlas directamente, me limitaré a copiar un texto que ya escribiera hace años. ¡¡¡Mi bitácora crece finalmente!!!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. He de salir al ruedo y terminar con él. Acaba de matar a mi compañero y el público ya corea mi nombre. No debería haber concluido así. ¡No!, ¡no es justo! Él me dijo antes de salir que ésta sería su tarde, que triunfaría y que no tardaría en jubilarse. Y, en cambio, ahora grita desde el centro de la plaza que ve acercarse, inexorable, su final. Lo vengaré, él haría lo mismo por mí. Rezo de nuevo, me encomiendo a todas las Vírgenes que recuerdo en este momento, me armo de valor y salgo. Salgo valeroso, con coraje, sin miedo a lo que pueda suceder, aunque preferiría conocer lo que me espera.
Deben de ser las seis y media. Observo el tendido y veo a la gente expectante, deseando presenciar una buena faena. En un instante, todos callan; intento descubrir por qué. Ahí está. Ciertamente no es demasiado grande. Sospecho que, en este caso, no es la fuerza lo que le ha permitido vencer a mi colega; en verdad tampoco posee una mirada que denote inteligencia. No obstante, con él no bajaré la guardia; quizá fue eso lo que condujo a mi amigo a la sepultura. No, conmigo no lo tendrá fácil.
Bien pensado, a su ligereza hay que añadirle una indumentaria poco común. No puede decirse que yo haya conocido a muchos de éstos, pero su forma de vestir, decididamente, es más propia de una hembra. La estampa no deja de ser graciosa: una delgaducha muñequita, disfrazada de papel de aluminio y con medias rosas. ¡Maldito bufón! Si no supiera de sus antecedentes, sería el último de esta plaza al que prestaría atención.
Lo escudriño más detenidamente y me doy cuenta de que arrastra algo de un color muy vivo, con una solemnidad que me hipnotiza. El tenue viento que nos acompaña lo hace ondear levemente. Parece hecho de tela, como una capa. Es el colmo del mal gusto. Como se lo ponga, doy media vuelta y echo abajo ese portón que cerraron a mi paso. Preocupado, lo veo acercarse agitando ese gran pañuelo y vociferando palabras incomprensibles. No sé si se trata de mi corazón o de mi cerebro, pero algo en mi interior me está diciendo que debo actuar. Al principio dudo. ¿Ataco? Medito durante unos segundos: parece que le gusta mucho el trapo ese. Antes de acabar con él se lo haré trizas; no creo que imagine una reacción así. Aguardo a que dé un par de pasos más y, cuando está a punto de emitir un nuevo grito, me lanzo contra él y su toalla. Ya siento su proximidad, ya lo tengo. ¡Maldita sea!, no lo he logrado, ¿cómo ha podido ocurrir? Ha debido de anticiparse. Parece ágil el tipo este. La próxima vez irá mejor, no me apresuraré; desde que salió mi compañero hasta que me sacaron a mí pasó una buena media hora: tiempo hay. Sin embargo, no hay manera. De cuatro veces que lo he intentado, cuatro ha conseguido engañarme.
Al poco tiempo vuelven a sonar esas molestas trompetillas, vislumbro a quienes las tocan y, para cuando termina el ruido, ya no veo a la muñequita. Lo que sí hay es un caballo, bien pertrechado, soportando estoicamente a un gordo con sombrero. Ya veo: se han dado cuenta de que yo no soy tan débil como mi amigo y han tenido que sacar a la caballería. ¡Qué orgullo! En realidad no sé a cuento de qué viene esta extraña batalla, pero lo único en que pienso es salvar la vida: ya tendré tiempo de enterarme más tarde. El gordinflón del caballo parece tener miedo porque, en lugar de venir al galope, permanece inmóvil al lado de la barrera. ¿Lo hará para poder saltar del caballo cuando se vea en peligro? Pues bien, Adonis, creo que todos éstos que están sentados alrededor van a reírse mucho cuando te vean salir corriendo con los pantalones mojados. Mientras pienso esto, arranco hacia ambos y los embisto con todas mis fuerzas.
La hazaña parece haber salido mejor de lo esperado. He debido de herir a alguno de ellos en la embestida, pues me he manchado con su sangre. ¡Cielos, qué caliente está! Levanto la mirada para verlos sufrir y me doy cuenta de que el anoréxico me está clavando una lanza. ¡Madre mía!, el herido soy yo. Ahora empieza a dolerme de verdad. Si antes quería mofarme de él, ahora quiero aniquilarlo. Cuanto más empujo, mayor es mi tortura. Tras un par de arremetidas, tan feroces como baldías, desisto. Este desgraciado ha debido de hacerme un buen boquete. La sangre brota a borbotones. De todos modos —como bien decía mi padre— no hay mal que por bien no venga. Ha fallado: podría haberme pinchado en algún órgano vital. Desde luego, este gañán sería incapaz de introducir esa maldita vara en el hueco de una ventana. Así, lo intento un par de veces más; aunque el resultado, en todas ellas, es el mismo.
Nuevamente, la maldita banda vuelve a tocar sus instrumentos. Cada vez les tengo más ojeriza. De repente, dos títeres más me clavan, sin avisar, unos palos en el espinazo. No han debido de enterarse de que su compañero ya hizo lo propio antes. Si he podido con una garrocha de cuatro metros, ¿qué daño pretenden infligirme con unos mondadientes?: les dejo hacer. Con tanto trajín, cada vez me siento más cansado y, por otra parte, la pérdida de sangre no me ayuda, en absoluto, a recuperar el resuello. Sin permitirme mayor descanso, reaparece el pelele del principio. Esta vez trae una sábana de menor tamaño. Seguramente, alguien le habrá dicho que la otra era ridícula. En este punto, reflexiono un poco antes de atacar. A mi cansancio se unen las ganas de continuar vivo el mayor tiempo posible. No me creo ya tan vencedor como al comienzo.
Dejo que se acerque un poco más, postergo mi ataque hasta el momento propicio y corro hacia él. Nuevamente, me pasa la tela esa por la boca y no consigo siquiera rozarlo. Lo intento otra vez, otra, y otra y otra más. Cada vez embisto con menor fuerza. La sangre no ha dejado de escapar y con el movimiento es imposible que herida alguna cicatrice como es debido. Me incita a atacar y lo hago. Con el pedazo de tela hace unas extrañas acrobacias que no llego a entender. Esto me enfurece. Un escuálido chiquillo con aires afeminados me está haciendo quedar como un lelo. Unos minutos más tarde observo cómo cambia el palo con que sujetaba el paño por una espada. Esto se pone serio: si desarmado no he conseguido tocarlo, ¿qué no hará él con aquel estoque? Además, cada vez me siento más exhausto. Si notara mi debilidad, sin duda aprovecharía la ocasión. Por ello, levanto la cabeza desafiante. Afortunadamente, el enemigo esconde su arma tras la tela, lo que me hace sentir un alivio indescriptible. Se me ocurre creer que ésta es mi última oportunidad: o ataco ahora o, si espero a que blanda de nuevo su acero, puedo temer lo peor.
Mientras termina de componer su invento, arranco la carrera que será definitiva. Harto de seguir su engaño, embisto al torero. Consigo hincarle mi pitón derecho en su totalidad. El desgarro que éste produce en su pierna parece ser concluyente. En caso de sobrevivir, sus fuerzas se verían diezmadas, lo que supondría una seria ventaja para mí. Además, ¡gracias Dios!, a causa del revolcón ha soltado su espada y se encuentra indefenso sobre la arena. En cuanto me percato de ello, arremeto en un último esfuerzo y lo levanto por los aires dos o tres metros. Transcurridos los primeros instantes de incertidumbre, sus compañeros se acercan raudos con sus propias telas, muertos de miedo. Ya pueden seguir agitándolas con vehemencia que no pienso seguirles el juego. Yo continúo ensañándome con lo que queda de la muñeca y de su trajecito. Consigo hacer blanco en el abdomen, en la cara y en el hombro. Ahí está, inmóvil, tendido sobre una arena que comienza ya a formar un espeso barrillo con la sangre que ha vertido en la lucha. Uno no entiende de medicina, pero estoy seguro de que de ésta no sale.
Consciente de mi victoria, me retiro orgulloso en espera de que se lleven al vencido y me llegue mi premio. En unos segundos, se forma un formidable tumulto que transporta en volandas al futuro cadáver. Supongo que la entrega del trofeo será solemne, aunque el tiempo que tardan en prepararlo comienza a enervarme. «¡Como no se apresuren, voy a desangrarme aquí mismo!»— exclamo. Al cabo de unos minutos, aparece un colega del difunto en el ruedo. Menos mal, porque estaba empezando a impacientarme. Ya me veo, otra vez en mi dehesa, gozando del paisaje y de los favores de mis compañeras. Mi amigo no consiguió jubilarse, pero yo sí voy a hacerlo.
Desearía que mi padre pudiera verme. Estaría muy orgulloso de mí. Despacio, me acerco al torero para acompañarlo al trono de los vencedores. De repente, se detiene amenazante, delante de mí, exhibiendo una espada. Esto no lo esperaba. Sin darme tiempo para reaccionar, se abalanza sobre mí y hunde su acero hasta mis entrañas. El dolor es insoportable. Aun así, más dolorosa todavía es la sensación de injusticia que me provoca esta vileza. ¿Cómo puede el árbitro de la contienda tolerar que este sicario salga a matarme cuando a mí no me permitieron ayudar a mi compañero? ¿A cuántos de éstos hay que vencer para que te dejen volver a casa? ¿Es esto un campo de batalla o es un matadero? Herido de muerte, clavo las rodillas en el suelo y aguardo el final. Ya no me duele tanto, pero no dejo de pensar en semejante injusticia. Afortunadamente, mañana veré de nuevo a mi padre y a mi amigo. Y les contaré que conseguí vengarlos. ¡Que gané!
Y una canción preciosa: