Nuestra generación
Revisando los papeles binarios que se amontonan en mi disco duro he descubierto algo que escribí hace tiempo. Lo he releído y me he dado cuenta de cuán pringado se puede ser cuando se es muy joven, si bien me ha hecho gracia porque he recordado aquel momento. Ahora mismo soy joven, me lo dice mi médico, así que estoy seguro de que todavía conservo algo de la inocencia y de la gilipollez de entonces. Voy a copiar y pegar, sin maquillar otra cosa que no sean los retornos de carro —13, 10—, el texto que se ha salvado de una quema virtual que sobreseeré con el fin de que no se pierda ese toque adolescente que, ¿quién sabe?, tal vez todos necesitamos de cuando en cuando.
¡Ea!, aquí está; no me lo tengan en cuenta:
La única razón que le hacía caminar tan aprisa era saber que ella lo esperaba en casa. Siempre dio impresión de no pretender compromisos. Ya no era así y jamás volvería a serlo. Cada vez que pensaba en ella inspiraba; cada vez que espiraba pensaba en ella.
Había hecho todo lo posible por no evidenciar sus sentimientos, por no mostrarse desbordado por las sensaciones que, en su ausencia, su solo recuerdo le producía. Era una mezcla de súbito escalofrío y recalcitrante angustia por no tener el control como antes. Otras veces fue fácil pero, en esta ocasión, se sabía felizmente derrotado.
Cada vez que charlaba con sus amigos, conseguía dejarlos asombrados por su ausencia de interés en todo lo que no fuera su trabajo y su rutina. Nunca nadie lo había visto dejarse llevar, embriagado del suave néctar del placer. Preocupados estaban, incluso, sus familiares. Siempre fue una ventaja para su madre, que no quería verlo distraído de sus estudios. Sin embargo, era ya hora de que siguiese el camino de tantos otros y sentara la cabeza. No está bien que el hombre esté solo, pensaba ella para sí.
Hasta ahora no había encontrado a ninguna que lo satisficiera: muchas había demasiado divertidas, las menos demasiado intelectuales, aunque la mayoría sólo quería aprovecharse de él. Frecuentaba bares y discotecas, sin otro resultado que el de terminar en una sala de urgencias o en comisaría. Sin embargo, todo cambió aquella tarde, en el hipermercado. El azar obró para que la divisara entre otras muchas. Por su cabeza asomaron las siluetas de las pocas que habían compartido su vida hasta entonces y ninguna parecía igualarla. Recordó, absorto, haberla visto en sueños en alguna ocasión. Era increíble: su media naranja había aparecido de repente, sin avisar, ¡y en unos grandes almacenes! Desde luego, no desaprovecharía esta oportunidad.
No obstante, debía cerciorarse; no sería la primera vez que se llevaba un chasco. Se acercó donde ella estaba, preguntó su nombre, su edad y su precio: «Yo, es que, si no tiene euroconector no la quiero».